La alternativa sería fijar un precio del carbono, acordado a nivel mundial, y adoptar tecnologías de bajo o cero carbono.

La activista climática Greta Thunberg ha acusado a las economías desarrolladas de “contabilidad creativa de carbono”, porque sus mediciones de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) y de reducciones logradas y planificadas no tienen en cuenta los gases emitidos cuando los bienes importados se producen en otros países. Como señalan los funcionarios chinos, con razón, alrededor de 15% de las emisiones de su país se producen cuando los productos se fabrican en China pero se consumen en otras economías, generalmente más ricas.

China y otras economías en desarrollo también desconfían instintivamente de las propuestas de los países desarrollados para combinar los precios internos del carbono con los “aranceles de carbono” impuestos a los bienes importados. Pero tales políticas pueden ser la única forma para que los consumidores de los países ricos asuman la responsabilidad de su huella de carbono en otros países.

El cargo de “contabilidad creativa” sería injusto si implicara el ocultamiento deliberado. El gobierno del Reino Unido, por ejemplo, publica un informe de huella de carbono fácilmente accesible. Pero las cifras ciertamente respaldan el punto de Thunberg. En 2016, el Reino Unido emitió 784 millones de toneladas de GEI en función del consumo, frente a 468 millones de toneladas en función de la producción. Y entre 1997 y el 2016, las emisiones basadas en el consumo de Reino Unido disminuyeron sólo 10%, en comparación con una disminución de 35% en las emisiones relacionadas con la producción.

Del mismo modo, las emisiones totales basadas en el consumo de la Unión Europea son aproximadamente 19% más altas que las relacionadas con la producción. Y aunque la brecha de 8% en Estados Unidos es menor en términos porcentuales, en toneladas por habitante es igual de grande.

China es fácilmente la mayor contraparte de esta brecha en la economía desarrollada, con emisiones de consumo de alrededor de 8.5 gigatoneladas por año, frente a 10 gigatoneladas en función de la producción. Y aunque las emisiones per cápita de China ya han superado a las de Reino Unido en términos de producción, pasarán varios años antes de que la huella de consumo per cápita del país asiático supere a la de Reino Unido.

Entonces, si el mundo desarrollado se toma en serio la limitación del cambio climático potencialmente catastrófico, debe asumir la responsabilidad de las emisiones que su consumo genera en el extranjero.

Sólo hay dos formas de hacer esto. Una es que el mundo rico consuma menos. Pero aunque los estilos de vida más responsables (comprar menos ropa, automóviles y productos electrónicos, o comer menos carne roja) ciertamente deberían desempeñar un papel en hacer posibles las economías sin carbono, tales cambios por sí solos no nos acercarán a cero emisiones. Tampoco cerrarán necesariamente la brecha de consumo versus producción, porque el consumo de bienes producidos en el país podría caer tanto como el de las importaciones. Y las importaciones reducidas de los países desarrollados significan exportaciones reducidas para las economías más pobres, creando desafíos para el desarrollo económico.

La alternativa es asegurar que los bienes importados se produzcan de manera baja y eventualmente sin carbono. La política ideal para lograr esto sería un precio del carbono acordado a nivel mundial, lo que alentaría a los productores de todos los países a adoptar tecnologías de bajo o cero carbono. En ausencia de este ideal, ahora hay cada vez más llamados en Europa y EU. Para una segunda mejor solución: los precios internos del carbono impuestos en países particulares más los “ajustes fronterizos de carbono”, lo que significa aranceles relacionados con el carbono a las importaciones de países que no imponen un equivalente precio del carbono en sus productores.

La reacción inmediata de los formuladores de políticas en China, India y muchos otros países en desarrollo puede ser condenar tales políticas como un mayor proteccionismo en un mundo ya desestabilizado por las guerras arancelarias del presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Y la retórica política anti-China en EU, que a veces incluye la absurda acusación de que China es un contaminante irresponsable a pesar de que sus emisiones per cápita son la mitad de las de EU, crea un entorno difícil para la evaluación de políticas racionales.

Pero en la mayoría de las industrias, la combinación de los precios internos del carbono y los aranceles fronterizos del carbono no representa una amenaza para la competitividad y las perspectivas de crecimiento de las empresas exportadoras en las economías en desarrollo. Imagine que los productores europeos de acero están sujetos a un nuevo impuesto al carbono de €50 ($54) por tonelada de CO2 en Europa, que también se aplica a las importaciones de acero de China o de cualquier otro lugar. En ese caso, la posición competitiva relativa de los productores de acero europeos y extranjeros que buscan servir a los clientes europeos no cambiaría en comparación con el punto de partida sin impuestos. Y las siderúrgicas chinas o indias, o las empresas de otros sectores de altas emisiones, están tan bien ubicadas como sus pares europeos o estadounidenses para adoptar nuevas tecnologías que reducen el contenido de carbono de sus exportaciones (y, por lo tanto, su responsabilidad ante los impuestos fronterizos sobre el carbono).

De hecho, los precios internos del carbono más los ajustes fronterizos son simplemente una ruta alternativa para nivelar el campo de juego internacional que idealmente se aseguraría a través de un precio global del carbono aplicado simultáneamente en todos los países. Sin embargo, hay una diferencia crucial: si se imponen impuestos al carbono en la frontera del país importador en lugar de hacerlo dentro del país exportador, entonces el país importador puede mantener los ingresos fiscales.

Ese hecho aumenta el incentivo para que los países exportadores impongan impuestos nacionales al carbono equivalentes, en lugar de dejar que sus empresas paguen impuestos en las fronteras del país importador. Como resultado, los impuestos nacionales al carbono con ajustes fronterizos podrían ser un trampolín efectivo hacia los precios globales comunes del carbono, incluso si no se puede lograr un acuerdo internacional explícito sobre un régimen global.

Además, este enfoque sugiere una forma potencialmente atractiva de alentar una aceptación más amplia de los aranceles fronterizos como legítimos, necesarios y no amenazantes. Sin duda, los ingresos de los impuestos sobre el carbono que se recaudan sobre los productores nacionales deben usarse dentro de la economía nacional, ya sea para apoyar la inversión en tecnologías bajas en carbono o como un “dividendo de carbono” devuelto a los ciudadanos.

Pero hay un buen argumento para canalizar los ingresos de las tarifas de carbono a los programas de ayuda exterior diseñados para ayudar a los países en desarrollo a financiar su transición hacia una economía sin carbono.

Los negociadores reflexivos de la economía en desarrollo deberían abogar por tales transferencias de ingresos, en lugar de oponerse a una política que los países desarrollados deberán implementar. Después de todo, las economías más ricas no sólo deben reducir sus propias emisiones industriales, sino también asumir la responsabilidad de aquellas que su consumo está generando en otras partes del mundo.

El autor. Adair Turner, presidente de la Comisión de Transiciones Energéticas, fue presidente de la Autoridad de Servicios Financieros del Reino Unido del 2008 al 2012. Su último libro es Between Debt and the Devil.

Publicado en el El Economista.

Acontenota patrocinada por:

WhatsApp chat